Hay veces en las que un trayecto de quince minutos da para mucho más que tres canciones. Sobretodo cuando tu coche es despiadado y sin quererlo acabas escuchando aquellas que saben todavía a ti. Ese USB quise arrojar por la ventana en muchas ocasiones y que sigue ahí, se conectó solo porque sí -Murphy, eres un cabronazo-.
Te teletransportas a otra dimensión, como en un viaje al pasado que dejó -por fin- de doler y se convirtió en un refugio de recuerdos maravillosos. Volvía por esa misma carretera con un sentimiento anormal, como si en esos quince minutos de vuelta a casa fueran a tragarme. Todo se volvió tan familiar, que por un momento pensé que esos doce kilómetros de carretera nunca iban a acabar.
Hasta que llegas a casa y te das cuenta de que has sido capaz de cantar al pasado un karaoke improvisado para alejar todo lo malo. Esas canciones -fueron tres- ya no sonaban a rencor, ni a impotencia ni tampoco a melancolía. Hoy las canté, después de mucho tiempo, bien alto recordando lo real que parecía todo cuando las cantábamos juntos -aunque me dejaras en ridículo con tu voz-.
S.
