Tan necesarias como la lluvia de abril.
Quizá faltaron las pausas -y las pautas- en muchos momentos donde todo parecía ir a la velocidad de un rayo -de abril, también-. Pararnos durante un segundo no iba con nosotros. Tomarte unos segundos para recapacitar, sacar todo lo malo. Estirpar a ese bicho que te coge el pecho y que te duele.
Se te encoge el corazón, tu cuerpo necesita un tiempo muerto y tú -cabezón- no se lo das. Crees que todo viene y va, sin pisar el freno. Tu subconsciente te traiciona y la inercia te arrastra con sus finas garras al abismo de la rutina, sin la maldita pausa.
Sueñas con ella. Te imaginas sentado, viendo el tiempo pasar -algo que no has hecho en años- mientras coges un cuaderno en blanco y lo rellenas de pensamientos fugaces. Lo imaginas pensando que nunca serás capaz de pararte, tu afición a saltarte las reglas y los stops crece y crece.
Pero llega el día. No sabría decirte si era abril, julio o un día tonto de mayo, la cuestión es que te frenaste. Era el momento de pensarte como en aquel sueño. Recapacitas volviendo tras tus propios pasos y allí aparece el vértigo.
El carrusel de preguntas. ¿Lo estaré haciendo bien? ¿Es aquí hasta donde quiero llegar? ¿Puedo conformarme con esto?
Y justo en aquella pausa, solapada con interrogantes, abres los pulmones y recobras el sentido. Sentado, con un cuaderno y páginas que se llenaban de tinta por si solas -tal y como habías soñado- te das cuenta de cuánto necesitabas ese instante de inactividad alejada de lo rutinario para volver a sentirte a ti mismo.
S.
