No sentir nada puede acabar contigo -me decía a mí mismo-. Ella no paraba de sonreír mientras mi cuerpo y cerebro ponían mil obstáculos para alejarse de un sentimiento extraño. No conocía mi capacidad de inmersión, de ponerle jaulas a ideas, a sentimientos encontrados por el miedo a sufrir una vez más.
Ahora sí. Lo sé perfectamente. Reconozco mis impulsos cuando no me permiten volver a quemarme con el fuego que sigue ardiendo -por dentro, siempre-. Quizá la llama no se apagó. La dejamos allí, tiritando, pidiendo a gritos que alguien le insuflara un poco más de gasolina para volver a crecer. Quizá era lo más sensato. Quizá sólo nos quemamos un poco los pies, para recordarnos que quema, y que estamos vivos. Que igual no somos fuego, que quizá algún día lo sacaremos -desde dentro- para que vuelva a encenderse y no necesitemos ni cerillas.
Y entonces resuena en mi cabeza Vetusta Morla, y Copenhague (porque ahora me he vuelto un ñoño con todas las letras)
la corriente enseña el camino hacia el mar
Todos duermen ya
Jugar al azar
Nunca saber dónde puedes terminar
O empezar