Un estado de nervios se apodera de mi. Las noches se hacen largas. Los días en cambio, desaparecen en un abrir y cerrar de ojos, todos parecen iguales. La calma, hace días que no se presenta.
Al menos no la de verdad. Imagino cómo se producen los tsunamis. El primer aviso, siempre se aprecia cuando el mar se aleja de la playa. La marea baja y todo queda relegado a una falsa tranquilidad, que vendrá precedida por una ola de dimensiones gigantescas capaz de arrasar ciudades enteras. Posiblemente esa sea la calma de la que, a día de hoy, me aferro a sabiendas de que la gran ola está por llegar y muy posiblemente no esté preparado ni para coger altura.
No me inquieta. Disfruto con -y sin- la calma de momentos lúcidos, donde puedo ser yo mismo. Los saboreo, sin esperar a que llegue el agua y nos arrastre. De hecho, la espero con gusto. Espero que nos arrastre un poco más lejos, a un lugar mejor, con la calma real y que nos cambie la vida hasta empaparnos de sabia nueva. La espero, e incluso pienso lanzarme sobre ella cuando llegue el momento -sin altura y sin escudos- para sentir el cambio a flor de piel.
Me dejaré arrastrar por ella, por la ola que a buen seguro cambiará mi vida de los pies a la cabeza, bien empapados de un nuevo porvenir, del que siempre he querido formar parte -con y sin calma-.