Paso del frío que acaricia los huesos al confortable calor que te da el simple hecho de llegar, sano y salvo, un lunes tétrico a casa.
Mi perro se levanta del sofá -en el que lleva enroscado interminables horas esperando unos cuantos mimos-. Me recibe como si no me hubiera visto en unos pocos años y parece que a él si que le apetece refrescarse un buen rato a la intemperie. Vuelvo a salir. El viento, que congela ideas, pensamientos y sombras, nos da un buen puñetazo en la cara.
Me distraigo intentando descubrir qué demonios olisqueará ese pequeño ser durante incontables minutos, a mi parecer allí solo se encuentra el frío que cala por dentro.
Volvemos a casa. La calefacción me incita a ponerme el pijama con celeridad, echarme sobre el edredón y mandar al mundo a paseo.
Pienso en la facilidad, en la rapidez en la que podemos pasar de un estado a otro -del frío al calor, en décimas de segundo-.
Imagino, entonces, que esa sensación es equiparable a otras muchas cosas. Quizá a los sentimientos, que parecen florecer y de repente se desvanecen en días complicados.
Intento buscarle alguna explicación a esos cambios repentinos, a porqué, aunque la calefacción, la manta, el bolígrafo y el papel me dan cobijo, yo sigo teniendo frío aquí, aquí dentro.
S.